Esta frase se puede claramente interpretar de dos
maneras: la primera y más obvia es que cuando se es adolescente se está todo el
día sudando. La segunda es un poco más difícil de coger. Todos sabemos que en
la adolescencia se tienen innumerables problemas y, la mayoría, son provocadas
por una sola razón: nos dejamos arrastrar por los sentimientos que tenemos a
flor de piel. Por ejemplo, uno se deja llevar por la cólera del momento y puede
arruinar toda una amistad por una idiotez. También nos volvemos más sensibles, ya
sea porque el chico o chica que me gusta se sienta a mi lado, ha hablado
conmigo, etc. Pero toda esta sensibilidad nos hace más vulnerables y por eso
construimos a nuestro alrededor una coraza impenetrable, o casi, y cuando esta
se cae, nos venimos abajo con ella. Hacemos las cosas por llamar la atención,
porque la gente piensa que esta edad es despreciable, que somos tontos y poco
maduros. Pero lo que realmente queremos, aunque no lo sepamos, es que sigan
haciéndonos caso. ¿Qué nos dejen libertad? Por supuesto, pero hay una gran
diferencia entre dejarnos más espacio personal y dejar de hacernos caso. Es
como si a un bebé dejases de darle el pecho e inmediatamente le dieras
bocadillo de chorizo. Con los adolescentes pasa los mismo, no puedes coger a
una persona que ha vivido en la ignorancia todo lo que lleva de vida y de
repente dejes de hacerle caso y de preocuparte por ella. La gente relaciona
adolescencia con estupidez y al instante le entran arcadas. Nos tratan a palos
porque no saben por dónde cogernos, pero en verdad no es difícil llegar hasta
lo más hondo de cada uno de nosotros. Somos las personas más sensibles, es
fácil amueblar nuestras cabezas y cuando le cogemos apego a alguien, no le
soltamos nunca. Somos emprendedores, nos gustan los retos, superarnos día a
día. Pero no nos basta con eso: queremos que nos reconozcáis los méritos, que
valoréis nuestro esfuerzo; porque lo que a vosotros os parece una lágrima para
nosotros es un océano entero.
María Conde-Pumpido
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